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La casa eterna. Yuri Slezkine. Acantilado. 2021

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Cultura


La casa eterna. Yuri Slezkine. Acantilado. 2021

Descomunal relato de más de 1.600 paginas que analiza minuciosamente el estado soviético desde antes de la llegada de la facción bolchevique al poder hasta los años cuarenta que tiene su epicentro en el gran edificio de más de 500 apartamentos construidos en 1931 por Boris Iofán a espaldas del Kremlin junto al rio Moscova donde antes se ubicaba una extensa ciénaga.

El edificio se destino a alojar a los principales dirigentes soviéticos y sus familias vio como cambiaban los residentes principalmente por las purgas estalinistas que desde mediados de los años treinta asolaron a la Unión Soviética. Pero más allá de este objeto central la importancia del relato esta en haber analizado miles de memorias y cartas de los innumerables protagonistas que van apareciendo en el libro. Al modo del relato largo y denso de “Guerra y Paz” de León Tolstói, “Vida y Destino” de Vasili Grossman, “Gente, años, vida” de Iliá Ehrenburg, “El fin del homo sovieticus” de Svetlana Aleksiévich, o “Terror y Utopía” de Karl Schlögel, las historias son profundamente humanas al tiempo que complejas y contradictorias. Ciertamente la información que ha dispuesto Slezkine solo pudo ser obtenida a partir de la caída del régimen en 1991 de forma similar a otro gran libro de relatos de este largo periodo como es el también descomunal “Los que susurran” de Orlando Figes.

Nos muestra como era la vida cotidiana después de la toma de poder en octubre de 1917, los periodos de la economía de guerra, la lucha contra el ejercito Blanco y las potencias occidentales, la Nueva Política Económica, o el regreso a la colectivización forzosa y los planes quinquenales. Ciertamente es una mirada desde el interior que diferencia el relato del de viajeros que estuvieron temporalmente en Rusia y que escribieron sus vivencias básicamente negativas como John Steinbeck (acompañado del fotógrafo Robert Capa), Bertrand Russel, André Gide o el español Angel Pestaña entre otros.

El tratamiento de las personas vinculadas a la cultura esta relativamente relatado de forma más breve en el primer tercio del libro, pero de una manera desdibujada. Más se relatan sus historias amorosas que su posición en el régimen, de Maiakovski a Voronsky, o una mención extraña a El Lisitski donde muestra el cuadro “Golpea a los blancos con la cuña roja” como ejemplo de arte represivo, cuando para occidente en un nivel artístico importante en el campo del diseño del famoso arquitecto y cartelista.

Los relatos de los juicios de Moscú por traición, sabotaje y terrorismo, con la transcripción de los hechos son tremendos, aunque ya eran conocidos. Los antiguos lideres de la revolución confesaban crímenes imposibles o en algunos casos se mantenían en sus trece como Bujarin o Rykov. Únicamente Stalin estaba libre de haber cometido algún pecado.

Los apartamentos de la casa de gobierno se iban vaciando según sus moradores eran condenados por socavar la revolución y acababan en Siberia o las más de las veces en el paredón. Durante 1937 y 1938, los años álgidos de la psicopatía estalinista, las mudanzas en el edificio de la ciénaga fueron constantes, pero nadie hacia preguntas, hasta que le llegaba su hora tarde o temprano.

Pasar de acusador a acusado podía ser cuestión de tiempo, a veces de días, pero en las continuas situaciones cambiantes que deparaba el trágico destino, destacan las relaciones humanas que seguían existiendo pese a los malos tiempos. Fieles bolcheviques a los que no le temblaba el pulso eran al mismo tiempo capaces de escribir cartas tan emocionantes como la que Dima Osinki le dirige a su amante Anna Mijáilovna en la que le habla de la alegría y el placer que despierta el afecto mutuo, propio de la intimidad humana, cuando su relación se va resquebrajando.

Sin embargo, el estado febrilmente paranoide nos recuerda a “1984” de George Orwell. Naum Rábichev que vivía en el apartamento 417, director del museo Lenin escribia “la hez contrarrevolucionaria de los trotskistas, los derechistas, los socialrevolucionarios, los espías profesionales, los guardias blancos, los kulaks fugitivos, se amontona en una pila sucia y sangrienta. Esta pandilla desquiciada de mercenarios del capital intenta infiltrarse en las partes más importantes y sensibles del organismo del estado de las tierras soviéticas para espiar, dañar y ensuciar”.

El elemento diferenciador del extenso libro de Yuri Slezkine además de las colosales fuentes bibliográficas, es la caracterización de secta milenarista que ofrece de los revolucionarios bolcheviques comparándolos con los primeros cristianos y el levantamiento de una nueva iglesia laica. Incluso Slezkine incorpora a Carlos Marx a la tradición religiosa que inicia con Isaías, Jesús y Mahoma.

A partir del entronque dialectico de Marx con Hegel en la “Ideología Alemana” considera tanto a Marx como a Engels profetas sectarios que entroncan directamente con los nuevos profetas bolcheviques, aunque no hace referencia a sus compañeros mencheviques del partido socialdemócrata que tenían más similitudes con la socialdemocracia europea de tradición marxista.

Curiosamente no hace apenas referencias bibliográficas a textos de Marx, a diferencia de los miles de referencias que jalonan el libro, mostrándose en este sentido claramente tendencioso llegando a transcribir sentencias supuestamente apocalípticas de filosofo y economista alemán a través de los escritos de otras personas como es el caso de Bujarin.

No es capaz de diferenciar el odio al parlamentarismo y la democracia de una gran parte de los bolcheviques de los escritos tardíos marxistas y su apuesta por el parlamentarismo para llegar al poder. Después del punto de inflexión de la Comuna de París de 1871, el partido socialdemócrata alemán canaliza sus tendencias de forma clara como se muestra en la “Critica al Programa de Gotha” que Yuri Slezkine saca totalmente de contexto.

Precisamente la constitución de la Asamblea Soviética en enero de 1918 en la que los bolcheviques no llegaron al 25% de los votos, y su posterior clausura contrasta con la propia Comuna o la actividad de los socialistas en el parlamento alemán, incluidos el ala izquierda de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.

La imagen de secta dogmática e iluminada que desprende en algunos momentos el grupo de Lenin contrasta radicalmente con el sentido del humor que emplea Marx por ejemplo en el “18 Brumario”. Ya en los años anteriores a la primera guerra mundial Lenin fue apercibido y suspendido temporalmente por la Internacional Socialista precisamente por su carácter sectario e implacable del todo o nada. Pero de ahí a considerarlo un nuevo Moisés hay una gran diferencia.

Ni Moisés, ni sus sucesores tuvieron remotamente en cuenta como elemento central de su actividad la emancipación humana, cuestión que de una manera sectaria emplearon los bolcheviques empleando para ello el terror, lo que deslegitimizaba todos sus esfuerzos igualitarios como la propia Rosa Luxemburgo denuncio.

Sin embargo, Yuri Slezkine vuelve a insistir al final del libro de forma un tanto reiterativa en la ecuación Marx-Engels-Lenin-Stalin como si se tratara de una referencia coherente en el pensamiento socialista, lo cual no tiene ningún soporte histórico y si un cierto sabor obsesivo.

Igualmente, insiste en los problemas filosóficos originarios de Marx en su supuesto afirmación al determinismo económico que prevalece sobre la estructura social. En realidad, Marx nunca afirmo ningún tipo de preferencia en lo que era una relación dialéctica y dinámica. Muerto Marx, Engels tuvo que aclarar que efectivamente no debía haber ningún determinismo económico como algunos socialdemócratas estaban ya sugiriendo de forma equivocada. Parece ser que Slezkine se quedo de nuevo en las interpretaciones y no en las fuentes originales.

Lenin, Trosky o Stalin invocaron de forma permanente a Marx, pero las ideas del pensador alemán distaban bastante de las acciones emprendidas por los soviéticos, como posteriormente lo harían los chinos, los vietnamitas, los cubanos o hasta Pol Pot.

La socialdemocracia clásica alemana, depositaria de los escritos originales de Marx y Engels, que se negaron a vender en los años treinta a los soviéticos, consideraba de otra manera las propuestas marxistas que Kautsky o Bebel adaptaron a sus tiempos sin que nadie les haya acusado de sectarios o milenaristas.

Ciertamente en la Rusia campesina y sin ninguna tradición democrática nunca pensó Marx que fuera posible un cambio revolucionario dado que no existían las condiciones materiales y culturales para ello desde la perspectiva occidental.

A la toma del poder le siguió un desastre total en la gestión de la economía para la que carecían de modelo y de profesionales competentes. Unido todo ello a la guerra civil, el periodo de comunismo de guerra dejo a Rusia exhausta con grandes hambrunas que debieron costar la vida a millones de personas.

La introducción de la NEP fue necesaria para evitar insurrecciones campesinas que hubiesen terminado con el gobierno soviético. Hasta los marineros del Aurora, el buque que abrió fuego contra el Palacio de Invierno en 1917, se sublevaron solicitando la vuelta de los soviets, que no de los bolcheviques. La restauración de la pequeña actividad comercial y económica, la abolición de la incautación de productos agrarios dio una cierta tranquilidad al nuevo régimen hasta que en 1928 se introdujo el primer plan quinquenal y comenzó de nuevo la incautación y colectivización de la economía.

Una frase de Yuri Slezkine puede resumir este recomendable libro: “una de las razones de la fragilidad del marxismo ruso fue que la doctrina del Partido no era lo bastante rusa. La otra, que el país que conquisto era en el fondo demasiado ruso”. Demasiado sufrimiento y devastación en 75 años para llegar a esta conclusión.

Considera finalmente que la revolución bolchevique fue la Reforma rusa, no fue un movimiento popular sino una campaña misionera masiva organizada por una secta que conquisto un imperio pero que no fue capaz de transformar una sociedad en la vida y en los hogares rusos.

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