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"España estancada. Por qué somos poco eficientes". Carlos Sebastián.

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"España estancada. Por qué somos poco eficientes". Carlos Sebastián.

España estancada, por qué somos poco eficientes. Ebook. Carlos Sebastián. Galaxia Gutemberg. Barcelona. 2016

Antonio Muñoz Molina describió en Todo lo que era solido (2013, Seix Barral) la España residual que quedaba de los fastos de las burbujas inmobiliarias, la delirante equiparación de la economía y el nivel de bienestar con Francia y Alemania, una vez superada Italia; las líneas de AVE sin pasajeros, los aeropuertos sin aviones, o el impulso secular de tradiciones marianas, reales o ficticias, por partidos de izquierda sin ninguna referencia cultural, ni moral. Ese sentimiento agrio de desolación, de llegar al final del camino, es reproducido desde otra óptica por Carlos Sebastián, catedrático de Teoría Económica, que muestra con destreza estadísticas internacionales, básicamente de la ODCE, para observar el lugar que ocupa España a la cola de los países desarrollados, y cómo esta situación ha ido empeorando desde el final de los años ochenta.

Entre esa fecha y los primeros noventa, el estirón económico y social que había pegado España desde la larga noche de la dictadura comienza a estancarse. Aunque indicadores globales, como el PIB, sigan creciendo hasta 2007, la productividad se incrementa muy poco, o incluso es negativa según los años, pero, sobre todo, el sistema institucional entra en un laberinto, en el que todavía permanece, de ineficacia, falta de transparencia y clientelismo que lastra, de manera importante, las relaciones económicas y el control que los ciudadanos deben observar a través de su supuesta participación.

Principalmente a  nivel estatal y autonómico se legisla con una sobreproducción normativa “que está en las antípodas de la sensatez, como aconsejaba don Quijote a Sancho Panza cuando iba a ser nombrado gobernador de la isla de Barataria: No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieses, procura que sean buenas, y, sobre todo, que se guarden y cumplan…”. Como si desarrollar nuevas normativas tuviese algún tipo de premio electoral, los diferentes parlamentarios y parlamentos se lanzaron a una carrera tan desenfrenada como poco útil. Normativas de corta duración que van siendo substituidas por otras de igual relevancia, y que a lo único que conducen es a la confusión de los ciudadanos y el sistema económico.

Este es alguno de los muchos males endémicos de la España de principios del siglo XXI: un exceso de normativa a todos los niveles de la administración que, además, se incumple con reiteración como podemos ver fácilmente en nuestro alrededor más simple.

Las normativas pueden ser urbanísticas, judiciales o fiscales y se suceden de forma ininterrumpida, a menudo para conseguir cortos fines clientelistas. La libertad de amortización de 2012 del Gobierno Zapatero se estima que supuso un ahorro para las grandes empresas de más de 1.300 millones de euros, antes de ser derogada por el gobierno Rajoy. A su vez, este derogó la normativa sobre Energía Alternativa, pendiente de resolución en Bruselas, que dejó con el culo al aire a grandes inversiones que se habían producido con un determinado marco normativo.

El céntimo sanitario fue anulado por Bruselas, pero los 13.000 millones de euros que supuso nunca volvieron a los bolsillos de los contribuyentes. Hacienda pensó que una parte estaba prescrita, y que la otra debía ser justificada por los interesados en la devolución. Finalmente, solo se devolvió una décima parte del montante total y, lógicamente, a las grandes empresas que pudieron justificar los gastos.

El problema no es solo el exceso normativo, diez veces mayor que el que se produce en Alemania, si no que los continuos cambios producidos crean una gran desconfianza entre los agentes inversores y la propia población. Una cosa que es negra se puede tornar blanca en cuestión de semanas o meses, y la indefensión de los administrados es un hecho evidente que muestran las encuestas. La Executive Opinion Survey de WEF muestra que, en 2013, los empresarios españoles opinan que la administración tiene una pésima regulación de las actividades económicas (2,8 sobre 7), cuando en anteriores encuestas los datos eran malos (3,0 en 2004 y 3,1 en 2008) pero mejores que los actuales. Es decir, vamos a peor.

Porque lo peor no es la voracidad normativa y sus continuos cambios, si no que, además, escasamente se cumplen, y una gran parte de los incumplimientos vienen de la propia administración pública. Un ejemplo es la, relativamente reciente, Ley de Emprendedores, que tenía el objetivo de facilitar y agilizar el desarrollo de empresas o actividades autónomas. Nada más lejos de la realidad. La simplificación de cargas administrativas, del devengo del IVA, de la responsabilidad limitada de autónomos, de la Segunda oportunidad o la ventanilla única, por poner solo algunos ejemplos, se diluyen como azucarillos en el agua. La normativa no solo consiste en publicarla en el BOE o en el BOJA, consiste en ofrecer los cambios reales en la administración para que la legislación pueda llevarse a cabo, y no convertirse en papel mojado de forma inmediata.

Siguiendo con el ejemplo, las diferencias con normativas de otros países europeos son extremas. En el Reino Unido, por ejemplo, se puede constituir una sociedad limitada online pagando 20 euros y sin necesidad de capital mínimo, y no tienen que cobrar ni declarar IVA hasta que facturen 108.000 euros al año.

La evidente necesidad de agilizar los lentísimos trámites judiciales no se subsana con la obligación de resolver cada apartado en un máximo de seis meses. Lo dirá el BOE, pero si no se ponen los medios de base (de personal, electrónicos y sobre todo de organización) en los propios juzgados, se seguirán incumpliendo los plazos. Al igual que la obligación de realizar pagos a proovedores en la administración pública en un tiempo limitado no tendrá sentido si no se opera con los problemas de base.

El afán liberalizador de estado clásico ha apuntado siempre que existe un exceso de personas, empleados públicos o funcionarios, cuyo número habría que reducir drásticamente. Sin embargo, la comparación con países avanzados, como Dinamarca o Suecia, evidencia que allí tienen más personal público porcentualmente. La diferencia está en la productividad y la eficiencia. Lo que nos separa de estos países es que la práctica clientelar bloquea en España el desarrollo de “la iniciativa propia, el aprendizaje, la adquisición de conocimientos y la asunción de responsabilidades”. Incluso el emprendimiento está mal visto por el establishment funcionarial debido a las evidentes diferencias que puede dejar al descubierto respecto a empleados pusilánimes.

La forma de ascenso en la administración pública, además del dedazo, suele basarse en los años trabajados, es decir, en la antigüedad, y otras circunstancias convencionales, en lugar de en el conocimiento, la capacidad de emprendimiento y la actividad desarrollada y evaluada. Un empleado público eficiente y competente nunca tendrá temor a evaluaciones sobre su trabajo, ya sea en un ayuntamiento o en la universidad.

La resistencia a las reformas es típica de la política clientelar, “una reforma administrativa necesitaría cambiar drásticamente los métodos de acceso e introducir criterios de eficiencia en la gestión, incompatibles con la rigidez del funcionariado actual. Las resistencias a este tipo de reformas en un estado neopatrimonial son y serán enormes. Y las que opondrían los intereses corporativos de algunos cuerpos de funcionarios, también”.

La justicia es otro de los agujeros negros del sistema clientelar español, no solo por su, cada vez mayor, dependencia del parlamento y los partidos políticos en sus nombramientos, que les resta independencia de forma evidente en recientes e importantes actuaciones. El 57% de los españoles, de acuerdo  a la Encuesta Europea de Valores (EVS), no tienen en la justicia, ni mucha, ni ninguna confianza. España se sitúa en el puesto 19 entre los 23 países de la OCDE, solo por delante de italianos, húngaros, checos y eslovacos, que tiene todavía menos confianza en la justicia.

El malestar de los españoles con sus instituciones o administraciones, su falta de confianza en una transparencia que evite el clientelismo, se manifiesta también en la reducida valoración que tienen de sí mismos y de sus trabajos. Solo un 13% de los encuestados en la EVS consideran que su trabajo les facilite desarrollar su propia iniciativa, un escaso 14% opina que les sirva para asumir responsabilidades y solo el 25% afirma que les permita llevar a cabo algo. De los 23 países de la OCDE, España ocupa el último puesto. Parece que nadie es feliz o se desarrolla de forma conveniente en su trabajo, y que los niveles de insatisfacción de la vida laboral son altos en comparación con nuestros países del entorno, y extremos en comparación con los países nórdicos.

La falta de transparencia es algo secular al estado clientelar. La profusión de normas administrativas hacen que los trámites de contratación, por ejemplo, sean cada vez más burocráticos y pesados, en lugar de más agiles y rápidos. Pero el exceso normativo no mejora el control financiero, y las zonas de sombra y el incumplimiento de la ley siguen beneficiando a determinadas personas o grupos.

Carlos Sebastián expone la dureza de los datos y realiza el relato de los últimos 25 años de forma amena, natural y sin ningún tipo de crispación, lo cual es de agradecer en el enrarecido clima político actual. La tristeza y la mirada hacia las ocasiones perdidas, quizás para mucho tiempo, es otra de las derivas de esta excelente publicación.
La melancolía de contemplar a una generación de jóvenes en desempleo, con malos trabajos o camino del exilio laboral en otros países. El desempleo, incapaz de reducir sus cifras en Málaga, por ejemplo, pese a los records de asistencia turística. La escasa participación y representación española en eventos internacionales. Difícil es encontrarse en los últimos tiempos a responsables de la Unión Europea de origen español, tanto como encontrar participantes de regiones o ciudades del estado español. Un agujero negro de desidia envuelve desde hace años el posicionamiento de intereses importantes para los ciudadanos de nuestro país.

A estas alturas de lo escrito, parece no solo importante, sino urgente, plantear una reforma radical de la administración pública y del sistema de valores imperante en el todavía estado español. Una apuesta decidida por la innovación y la modernidad, en el sentido más clásico del término, si no queremos acabar de desvincularnos de los países avanzados como llevamos haciendo en los últimos 25 años. Encuestas como las EVS muestran a España, en casi todos los apartados estudiados, en el furgón de cola de la OCDE, cuando en 1990 se encontraba en posiciones intermedias. Cerca del final del camino, en la negligencia permanente. M4

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